Aunque los temas que tratamos más a menudo en El Octavo Historiador son de tipo histórico, a menudo hace su aparición en esta revista el mundo del Arte y, dentro de él, quizás la música es la modalidad con mayor presencia. La relación entre cantantes o grupos y otros artistas -pintores, fotógrafos, escultores…- ha sido relativamente frecuente, y quizás las carátulas de los discos sean el mejor ejemplo, con los diseños de Andy Warhol para los Rolling Stones, Keith Haring para David Bowie, Robert Mapplethorpe para Patti Smith, Bansky para Blur o Jeff Koons para Lady Gaga. Pero la curiosa colaboración de la que ahora hablaremos, entre Salvador Dalí y Alice Cooper, va más allá, al generar no solo una portada, sino también un rompedor holograma e incluso una amistad personal entre ambos.
Si pensamos en los mejores artistas de la Contemporaneidad, uno de los primeros que se nos vienen a la mente es el español Salvador Dalí, quizás el mayor exponente del Surrealismo. Oriundo de la localidad gerundense de Figueras, es recordado por su faceta de pintor, pero experimentó con diversas disciplinas, como la escultura o la literatura y, en su afán por innovar, llegó a realizar un holograma, obra que nos permite enlazar su vida con la de Alice Cooper. Este músico estadounidense también fue en cierta medida revolucionario, pero quizás más por toda la escenografía de sus conciertos -concebidos casi como performances teatrales, con sangre, guillotinas…- que por la música de su grupo homónimo, habitualmente asociada al en ese momento incipiente hard rock -si bien en ocasiones se le considera glam rock o heavy metal-.

El momento en el que sus caminos se cruzaron fue abril de 1973, cuando Dalí asistió a un concierto de Alice Cooper, espectáculo que definió a la prensa como “apocalíptico, decadente y repulsivo…¡me entusiasma!”. Según declaraciones recientes del cantante, el español le dijo que fue un espectáculo surrealista, que se parecía bastante a sus propios cuadros. Esa misma noche coincidieron en el King Cole Bar de Nueva York y comenzaron a forjar una excelente relación, en la que los peculiares caracteres de ambos congeniaron bastante bien. De hecho, Alice Cooper ya era un ferviente entusiasta de Dalí, tanto de su obra como de su personalidad, casi siempre tildada de histriónica, con una marcada tendencia hacia lo excéntrico, narcisista y megalómano.
Apenas unos meses después de su primer encuentro, Alice Cooper fue a pasar unos días a la casa de Dalí en Figueras, y allí el artista español decidió experimentar con un tipo de arte muy innovador, y que nunca antes había realizado: la holografía. Así, decidió usar al músico estadounidense como modelo de una representación holográfica tridimensional en movimiento, vistiéndolo con una tiara y un collar, diseñados por el propio Dalí, y valorados en alrededor de 4 millones de dólares, y con una escultura inspirada en la Venus de Milo a modo de micrófono. Tras su cabeza se situaría un cerebro decorado con un rayo y hormigas -estas últimas, constantes en la obra daliniana-. El resultado de este proceso creativo, bien documentado en imágenes y vídeos, fue lo que se conoce como el Primer retrato cromo-holograma cilíndrico del cerebro de Alice Cooper, que actualmente podemos contemplar en el Teatro-Museo Dalí de su localidad natal.

Pero esta no fue la última colaboración entre ambos, puesto que una década después, en 1983, el pintor supervisó la portada del disco de Alice Cooper DaDa, en la que se refleja una parte del cuadro de Dalí El mercado de esclavos, con busto de Voltaire desapareciendo. En este caso, la innovación es mucho menor, pero pone de manifiesto que la relación entre ambos seguía siendo bastante cercana, y no dejaría de serlo hasta el fallecimiento del español en 1989.
Quizás las figuras de Alice Cooper y Salvador Dalí no sea capitales para entender los sucesos y procesos históricos de los años setenta y ochenta, pero la importancia que tuvieron en sus ámbitos artísticos es evidente. Y sí, no deja de resultar sorprendente que figuras a priori tan lejanas como un pintor vanguardista y un -entonces- joven rockero pudieran encajar tan bien, pero no solo lo hicieron, sino que a la vez se convirtieron en fiel reflejo de toda una época, aquella en la que el Arte ya se había convertido en un producto de consumo más. Y quizás la teatralidad y exageración en las formas de ambos ayudara precisamente a difundir más y mejor sus respectivas creaciones. De nuevo, una buena muestra de una mentalidad que llevaba décadas gestándose, y que seguiría desarrollándose aun mucho tiempo más.
[Imagen de portada extraída de: culturacolectiva.com]